Hay cosas que no tienen disculpa.
Se nos pasó entre las manos la fecha aniversario de la muerte de C. E. Feiling, poeta, escritor, periodista, amigo.
Queríamos prepararle algo, en recuerdo.
Las fotos de éste acto relámpago fueron realizadas en las calles de Praga cuando la noticia de la muerte de C.E. Feiling.
Amor a Roma es el titulo de su último libro de poemas (1995).
Abel Robino encontró estas fotos en unas cajas.
Aquí, Abel Robino, Charlie Feiling, Gabriela Esquivada, y Luis Naon en la casa de Charlie en Buenos Aires.
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C. E. Feiling murió de leucemia a los 36 años, el 22 de julio de 1997, en Buenos Aires. Estaba escribiendo una cuarta novela, el fantasy La tierra esmeralda, una nouvelle y un relato, “Lea el pH”, a pedido del compositor Luis Naón; planeaba armar una antología arbitraria de la literatura argentina contemporánea junto con Luis Chitarroni, a partir de la exposición que habían hecho juntos en la I Feria del Libro de La Paz, Bolivia, en 1996.
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Este homenaje de Fogwill, y otros más, se puede leer en la pagina web
http://www.literatura.org/Feiling/charlie/adios.html
FESAS POR LAS ANTIPODAS |
Era tan infalible detectando las unwritten laws que dirimen castigos y recompensas y regulan las instituciones como consciente de su incapacidad para obedecer la consigna de resignación que esas reglas prescriben ante la arbitrariedad. Por eso, cuando en el Liceo lo apodaron el fesa, no lo asumió como un estigma. Con arte de escritor integró a su novela personal esa vaga alusión a desidia, inepcia, torpeza motriz y haraganería y las llevó a primer plano de los blasones elegidos para distinguirse de su promoción. Después entre estudiantes, y más tarde entre artistas, escritores y gente de prensa con esa yeta de haber sido medio milico: nunca lo ocultó, siempre dejó entrever un regodeo orgulloso en el estigma o esa magia con que lo convertía en una virtud. En el Liceo supo ser un inglesito anglófilo hiperculto, fesa sí, pero bien diferenciado de los « mantequitas » y los « nenitas » que rehuyen el enfrentamiento físico y temen la violencia. Con tics y actitudes que hoy llamaríamos « culturosas » irradió algo inolvidable sobre esos cadetes que aún no habían sido dotados de la categoría « psicobolche » para entenderlas mejor y reprimirlas con eficacia. Nunca ocultó su repudio a las manifestaciones patrioteras y populistas: el fóbal, la « marchita », las peñas, la publicidad, los lugares comunes del lenguaje. Nunca disimuló el desaliento que en los tocados por una pasión de mar o cierta vocación de guerra, iba creciendo a medida que topaban con la evidencia de la irracional distribución de recursos marineros y bélicos, esa flota obsoleta boyando en agua dulce, el destino de escritorio, despacho de gobierno, cabina de escuchas telefónicas, comisarías, sindicatos intervenidos y sucuchos clandestinos que aguarda al oficial, esa administración absurda de un escalafón que no podía prometer más de una hora de blue water cada cien días perdidos en frentes burocráticos y la sospecha de que los mejores cuadros hacían de vigilantes y represores al servicio de un sector del gobierno. Pese a su exhibicionismo de disidencia y diferencialidad, nunca se sospechó que El Fesa pudiera ser un pacifista, un objetor o uno de esos que seguro van a arrugar desde el primer simulacro de tiro. Se sabe que Carlitos nunca posó de modesto ni de falso modesto. Pero tal como en estos últimos diez años de vigencia en la vidriera cultural nunca giró en descubierto sobre la cuenta de sus ancestros Feiling y Hope y sus lazos con tantos próceres culturales de la rubia Albion, en esos años entre milicos adiestrados para la derrota nunca exhibió sus antecedentes familiares en guerras victoriosas, en la inteligencia aliada ni en la supuestamente afable administración colonial de la India. Cuando le mostré los resultados que el methacrawler daba al linkear los Feilings que aparecen en http://www.scry.com/ayer/VICTORIA/4403321.htm del viejo Keith Grahame Feiling ningún hallazgo sorprendió al que en la intimidad o a solas con su viejo, haría de su raza, su lengua y su linaje culto hermético libre del racismo, el chauvinismo o engreimiento genético que abunda entre judíos, vascos, y hasta se empieza a notar entre los celtas. Para él, la enfática y teatral inglesidad que cultivaba, no promovía la ilusión de pertenecer a un grupo elegido por Dios, ni a uno llamado a conducir la banca y el seguro. Pero, ateísimo, sabía bien de la virtud y la gracia « divina » que estos mitos conceden a quien elige creer en ellos con un mejor destino terreno. Entendía como ese chino del Laiseca que « la verdadera religión/liga dos veces/te tiene unido con el cielo/para que sigas ligado con la tierra » y su religión laica lo mantuvo unido a hábitos de hospedaje, cortesía, correspondencia y correctness, al tiempo que lo preservó de una asimilación a la horda angloargentina que metaboliza chicken pie, gin tonics y drambuie en esos despachos semigerenciales que están a punto de desaparecer. Era un inglés, hijo de inglés, no un descendiente. Lo conocí en la época de Viola, en la presentación del grupo Lecturas Críticas que magnetizaba el joven Alan Pauls y proponía consagrar a ninguneados por la prensa cultural como Laiseca y Lamborghini. Como Alan, adhería a un proyecto profesional que despreciaba los engañapichanga de la academia y las diversas formas de la misericordia del Estado. Juntos nos reímos de todos los maestrociruela incluyendo a no pocas figuras que respetábamos como críticos o creadores originales. Nos burlábamos del Club Socialista. Hace poco, interpretando mal una carta de Viñas, nos reímos de filósofos y sociólogos marxistas que proponen una interpretación bélica del conflicto social y una representación clasista de los episodios militares y policiales y que para probarlo piden subsidios, y se indignan cuando un organismo de beneficencia que depende del Dr. Menem los descalifica. Nos consternábamos ante las tonterías de la prensa cultural excepto las perpetradas por dos de sus mejores amigos. Entre lectores situados tan en las antípodas que nunca pudimos coincidir en una preferencia literaria, ese fue el único tabú que respetamos en cada encuentro. Hablábamos siempre de la muerte en relación a tantas otras lacras y excesos parecidos que compartíamos y él siempre daba con alguna manera de referirla a un activismo compartido en defensa de lo que no debe morir en la literatura: la métrica, el saber reprimido de los clásicos y de la antig¸edad, las formas convencionales de los géneros como objeto previo a cualquier impulso de innovar. En las últimas charlas agregué el tema de su muerte como otro argumento al repertorio de nuestra interminable discusión política: si el mundo fuese liberal, y si la realidad fuese como tenés que imaginarla para ser liberal, no existirían tus libros, ni ese proyecto que es lo que más me atrae de tu obra, porque estarías muerto hace más de quince años…, le dije. Porque si un amor familiar, el de sus padres, pudo arrancarlo de la fase terminal de su primera leucemia, la pasión de Gabriela, y esa devoción con, sin, y contra todas las razones que se profesaron, fueron el sostén de su obra y con ella, las únicas justificaciones de seguir peleando, armado con el absurdo de la esperanza y la paciente sumisión a la opresiva y caníbal maquinaria médico asistencial. Ese amor que supo despertar y administrar explica que en el momento de despedirlo y sin palabras, casi todos nos soltásemos a llorar juntos sabiendo que los pocos que resistieron ese impulso, lo hicieron no por la verg¸enza que es llorar, sino por el pudor de jactarse de que, también a ellos Gabriela y Carlos habían hecho sentir tan cerca. Fogwill
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C. E. Feiling, Charlie Feiling, nació en Rosario (provincia de Santa Fe) el 5 de junio 1961. Licenciado en Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA), se dedicó durante un tiempo a la docencia universitaria en el país y en el exterior. Fue profesor de Latín y Lingüística en la UBA, de Filosofía en la Universidad de Lomas de Zamora y San Andrés, y de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Nottingham (Inglaterra). En 1990, abandonó la vida académica para dedicarse de lleno a la literatura y el periodismo cultural. Ha publicado, entre otros, El agua electrizada (novela, 1992); Un poeta nacional (novela, 1993) y Amor a Roma (poemas, 1995). El mal menor, su tercera novela, resultó finalista del Premio Planeta Biblioteca del Sur 1995. Murió en la Ciudad de Buenos Aires en 1997 dejando inconclusa su cuarta novela.
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El cajoncito de Pepe (publicado en Pagina 12)
Por C. E. Feiling
Hace ya casi un año, a fines de 1993, la revista de cultura La Maga llevó a cabo una de sus habituales encuestas. En aquella ocasión, la idea era identificar a los tres escritores argentinos más importantes de todos los tiempos, por un lado, y por el otro a los tres más importantes que aún no hubiesen tenido el decoro de morirse. Las mentes refinadas, se sabe, huyen de las encuestas como de la peste o las listas de best sellers, pero semejantes cuestionarios, pese a sus defectos, resultan útiles para quienes creen que es posible pensar sin haber recibido la explícita anuencia del profesorado local.
La encuesta de La Maga fue contestada por sesenta narradores contemporáneos, todos más o menos indecorosos en su aferrarse a la vida terrena. Increíblemente, hubo consenso, que es casi lo peor que puede haber en temas culturales: Borges, Arlt y Sarmiento se quedaron con el top three de los difuntos, mientras que Bioy, Sabato y “No contesta” encabezaron el ranking de los que siguen vivos. Hay, sin embargo, una explicación para tanta democracia; histórica como la mayor parte de las buenas explicaciones.
Dejados a su pobre arbitrio fuera de la dialéctica Borges-Arlt, los narradores se ven obligados a escoger, para hablar de los vivos, entre la pesadumbre de Sabato, la levedad de Bioy y la certeza del Don Nadie, vale decir que eligen a un solo escritor, seguido de una persona que firma ejemplares del Nunca más. Así también ocurre que muchos narradores, en su propia obra, prefieran hacer crípticas referencias a Macedonio Fernández que citar a Pushkin, como si nunca los fuesen a traducir a otro idioma (o, a la inversa, que prefieran aburrirse con una mala traducción de Handke que divertirse con Cancela).
El gran ausente de la encuesta de La Maga y la versión Piglia de la literatura argentina se llama José Bianco. Con la reedición de La pequeña Gyaros, su primer libro, Seix-Barral ha reparado una injusticia cometida por el propio autor, que nunca había querido que se volviese a publicar. La pequeña Gyaros apareció originalmente en 1932, hace sesenta y dos años y cuando Bianco tenía veinticuatro. El público no debe esperar de los seis pequeños relatos del libro algo de la importancia de Sombras suele vestir (1941), Las ratas (1943) o La pérdida del reino (1972). De hecho, hay que recordar en cada página que cuando Bianco dice “la guerra” se refiere a la del ’14, y no hacer una lectura anacrónica de ciertos detalles que hoy en día serían políticamente incorrectos. Los relatos de La pequeña Gyaros, sin embargo, son de una tersura notable, y revelan que Bianco ya era a los veinticuatro años uno de los mejores prosistas argentinos. En sus personajes que se repiten, sus viajes a Europa en barco y sus diálogos asordinados se esconde una crueldad comparable con la de Saki, pero a la vez mucho más moderna, como lo prueban las escasas diferencias entre la versión del cuento “El límite” corregida en 1983 (e incluida como apéndice) y su versión original.
Suele decirse que Bianco fue sobre todo un crítico. Cierto, pero hay que subrayar también que Bianco hace crítica fuera de sus ensayos, cuando traduce The Turn of the Screw como Otra vuelta de tuerca o dice en una entrevista que en la Argentina abunda la literatura fantástica porque la mayor parte de los escritores son de clase media. Y en especial hay que subrayar, parafraseando la archiconocida frase de un militar germano, que toda la narrativa de Bianco es una continuación de la crítica por otros medios. Así como sus actitudes políticas fueron siempre irreprochables, no existe página suya que no denuncie la jerga, los propósitos extraliterarios y el abuso de la lengua que tentaron y tientan a muchos intelectuales argentinos.
Tuve la suerte de conocer a José Bianco poco antes de su muerte, y la desgracia de haberlo tratado muy poco y en ocasiones más bien sociales. Una de ellas fue la presentación del Atlas de Borges, en el patio de Editorial Sudamericana. Como suele ocurrir en esos eventos, después del acto un grupo de personas decidió ir a cenar. Se optó por el Tres Coronas de Independencia y Defensa, un restaurante escandinavo que ya no existe; si no recuerdo mal, integraban la comitiva Enrique Pezzoni, Jorge Panesi, Aurora Bernárdez, Alberto Girri, María del Carmen Porrúa y Osvaldo Guariglia, pero puede que esté dejando a alguien afuera, porque había mucha gente. Algunos se adelantaron para reservar mesa, mientras que otros caminamos muy despacio las cinco cuadras que separaban al restaurante de la editorial, ya que Bianco tenía dificultades con las espantosas veredas de San Telmo. Cuando estábamos por llegar al Tres Coronas, vi que un mozo salía, depositaba un cajoncito vacío –uno de esos de Coca-Cola, amarillos con letras rojas– junto al pronunciado escalón de la entrada, y volvía al interior del local. Pregunté qué significaba eso, y me contestaron que era “el cajoncito de Pepe”. La persona que me contestó, que puede haber sido Enrique Pezzoni, lo hizo con absoluta naturalidad, como si fuera normal que el mozo estuviese mirando por la ventana y aguardando la llegada de Bianco, como si fuera obvio que hubiese previsto los problemas que tendría con el escalón. A varios años de distancia de los eventos triviales que conforman esta anécdota, ella ha cobrado para mí un valor simbólico. La escritura de Bianco tiene la virtud de persuadirnos, mientras la leemos, de que su belleza y fluidez son algo rutinario y esperable, no un hecho tan inusitado como aquel cajoncito de Coca-Cola. A eso hay que aspirar, no al fatigoso canon que revela la encuesta de La Maga (1994).