EL BIFE DE CHORIZO

Fragmento de « Elisa (o los nervios) » de Mario Paoletti,
publicado en el libro Quince Monedas (Toledo, 1992).

Algunos extranjeros suelen criticar a la cocina argentina. Al ratito de tocar el tema ya están refregando por la cara las setas a la bordelesa, los calamares en crema de almendras y otros rebusques de náufrago, comidas que tenés que empezar a prepararlas junto con el desayuno y que exigen salsas espesas y olorosas que oculten su origen inconfesable.

Yo los dejo hablar y después, como quien tira una piedra en un charco lleno de ranas, dejo caer les tres palabras de oro: bife de chorizo. La mayoría cesa allí mismo toda resistencia y algunos, muy pocos, se atreven a corcovear todavía un ratito; pero todos terminan posternándose ante su majestad.

Porque -seamos sinceros- el bife de chorizo no es una comida: es LA comida. ¿Qué otra cosa (animal, vegetal o mineral) se puede comer día tras día sin cansancio ni hartazgo, asistiendo cada vez al milagro renovado de su resurrección? Sobre el bife de chorizo se podría construir una Religión. Y una estética, naturalmente, porque en el bife de chorizo, la Gastronomía hace esquina con las Bellas Artes. Es como comerse un Rembrandt. No sé si me explico.

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El resultado será un trozo de carne de dos dedos y medio de alto, surcado de las crueles cicatrices dejadas por la parrilla (nada que valga la pena se consigue sin dolor) y luego, de arriba a abajo un parejo color entre marrón y habano pero que no es marrón ni habano porque es color bife de chorizo. El conjunto está orlado de una grasita rubia y flotante como la melena de un ángel de catecismo. He aquí el Rembrandt. Pero además es posible comerlo, sumar el placer de la vista a los goces combinados de la lengua, las encías y el paladar.

Si Dios no hubiese inventado el orgasmo, las lunas de miel de los recién casados consistirían en comer bifes de chorizo.