DITARANTO EN EL RECUERDO

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Desde Toledo, España, por Mario Paoletti

Buñuel, el director de cine, decía que él se conformaba con que una vez por siglo se pudiese levantar de la tumba, dar un paseo por el Centro, leer los diarios y tomarse un martini seco en el bar de algún gran hotel. Pero a Hugo Ditaranto le parecía que eso era conformarse con muy poco:

— Como mínimo, yo quiero ser la « flor azteca ». Que pongan la cajita de vidrio con mi cabeza en Corrientes y Callao. No podré hacer nada más que mirar, pero a mí me basta.

No hubiera servido de nada, porque cuando se murió ya estaba casi ciego.

¿Cómo explicar cómo/quién era el Tano a los que no lo conocieron. Para empezar, era un hombre del siglo XX (los 13 años de éste le sobraron) el siglo de la gran literatura, de los grandes poetas urbanos, de las grandes revoluciones sociales. De todas esas fuentes bebió Ditaranto con una sed inextinguible. Fue niño en un barrio que acababa de inventarse de la nada (el Liniers de las « casitas baratas ») y allí conoció a Elías Castelnuovo y, por su intermedio, a Roberto Arlt. Un día los dos, cada uno de una mano, lo llevaron caminando hasta Rivadavia, donde Arlt tenía que tomar el tranvía para el Centro, y esas cinco cuadras decidieron su futuro. Fue maestro de escuela en Los Perales y los chicos (que se dormían de hambre en los bancos) lo adoraron. Se peleó con maestras partidarias del orden a rajatabla y con burocráticos inspectores del ministerio de Educación, que desaprobaban su manera de estimular a los alumnos:

— Está bien –les decía a los chicos de esa proto-villa de los años ’50–: Tenés una sola pierna y siempre vas a jugar de visitante. ¿Pero por eso te vas a rendir?

Por esos mismos años empezó a escribir poesía (una poesía que le decía a los adultos más o menos lo mismo que como maestro le decía a los chicos) y a militar en el Partido Comunista, donde se encontró con clones políticos de aquellas maestras de Los Perales. El  Tano siempre contaba que el día del golpe de Onganía sonó el timbre en su departamento de Ramón Falcón y Tellier: era un mensajero del PC que le traía el nuevo carnet del Partido. Ditaranto, estupefacto, le dio vueltas entre sus manos:

— Es de plástico …–le dijo al mensajero.

— Sí. Los nuevos son de plástico.

El Tano lo miró con sus ojitos de mono burlón.

— O sea que no lo puedo tirar al inodoro, ni me lo puedo comer, ni me lo puedo meter en el culo… ¡Genial!

Cervantes dejó dicho que era tanta su hambre de lectura que hasta leía los pedazos de papel que encontraba por la calle. De esa raza era Ditaranto. En su biblioteca se podía encontrar absolutamente todo. Y comprado en librerías de segunda mano o en los mercados de la Plaza Rivadavia, donde él era tan conocido como el monumento a Bolívar. Ditaranto vivió muchos años frente a esa plaza (que fue, también, la plaza de Arlt) a causa de una carambola: se había muerto Conrado Nalé Roxlo (el de « El Grillo »: Música porque sí, música vana; / así es la vana música del grillo. / Mi corazón eglógico y sencillo / se ha despertado grillo, esta mañana) y su viuda estaba buscando comprador para el departamento. Hugo y Esther (su mujer, maestra como él) fueron a visitarlo aunque sabían que estaba a años luz de sus posibilidades económicas. Pero al día siguiente la viuda lo llamó por teléfono:

— Anoche se me apareció Nalé y me dijo: vendele el departamento al Tano, que es poeta…

De estos prodigios al Tano le ocurrían dos por semana.

Como poeta dejó huellas. Fundó el grupo « El pan duro » (del que también formaba parte Juan Gelman), que creó una editorial cooperativa. Y escribió infatigablemente, sobre todo lo divino y humano, hasta que se le empezó a apagar la luz de los ojos. En plena dictadura sacó –con tapas en riguroso color negro– su serie de « Los Procesos », que apuntaba al corazón del régimen. Y al mismo tiempo (porque Ditaranto era varios ditarantos metidos uno dentro de otros) escribió su « Perro Fernando », un libro que debe andar a la cabeza de los best-sellers de su género porque hace más de 30 años que se está imprimiendo y vendiendo, incluida alguna que otra edición pirata. Un libro encantador que refleja el gran corazón de su autor.

Políticamente fue siempre un francotirador. Cultivaba demasiado la duda para aceptar ninguna clase de disciplina y aborrecía demasiado la manipulación para conformarse con el sorongo que oliese menos. Y cuando tenía que definirse, porque lo arrinconaban, lo hacía con una burla de su marca:

— ¿Qué soy? Soy unitario. Estoy a favor de los derechos civiles, de la escuela laica, obligatoria y gratuita, de la industrialización, del divorcio y de la libre navegación de los ríos. O sea, soy unitario.

Y cuando la discusión se escurría hacia el eterno tema del peronismo/antiperonismo, lo resolvía con otra voltereta: « Yo soy hombre de Tamborini-Mosca ».

Ditaranto era un tipo cabal que no soportaba la hipocresía. Nada lo ilustra mejor que lo sucedido con un escritor de su generación, de cuyo nombre no quiero acordarme, que se jactó en presencia del grupo de jóvenes poetas de tener sexo con la sirvienta de su familia, una paraguayita casi adolescente.

— ¿Hablás de la Revolución y te cogés a la sirvienta? –y le tiró media baldosa que si le da en la cabeza lo mata. El Tano tenía razón. Como dice el personaje de Mastroianni en « Los Compañeros », la principal razón para hacer la Revolución es impedir que los poderosos abusen de los débiles.

Era un conversador fabuloso capaz de atornillar a sus interlocutores a sus sillas durante horas. Hablaba sobre todo de las cosas que le ocurrían cada día, que eran inverosímiles pero rigurosamente ciertas, y de las que le ocurrían a sus amigos. Una de esas historias (la preferida de mi hermano Tito, que había sido su compañero en la escuela) estaba referida al inventor del cigarrillo de lechuga, que se enfrentó por ello con las multinacionales del tabaco y estuvo a punto de vendérselo a los chinos (a aquellos chinos de los años ’70) como parte de una maniobra desestabilizadora del imperialismo.

En su juventud fue jugador de rugby en Beromama, un club que llegó a primera división aunque no tenía ni cancha ni sede. (El día que quisieron expulsarlos de la Unión no pudieron, porque jamás se habían inscripto). Pequeñito, no muy rápido y no muy fuerte, era un suplente nato. Pero fue quien acabó escribiendo su historia (« La vera historia de Bero »).

Yo, que compartí barrio y niñez con él, prefiero recordarlo en aquellos años inaugurales, cuando aún era un chico estupefacto a quien todo le parecía extraordinario: el sol, el aire, los pájaros, la gente. El que escribió un magnífico poema a su padre pintor, años después de su muerte:

El cielo es más azul
y la noche más noche.
Se perfila un violeta
que muere en bermellón.
Hay una tibia calma
mirando los contornos.
Se fugaron los límites.
Un amarillo sepia
reina sobre todas las cosas.
Cuando llega el otoño
me acuerdo de papá.
Descansá en paz, Tanito. Nunca te olvidaremos.

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Hugo Ditaranto nació en Buenos Aires en 1930. Publicó Agropenario (Premio Fondo Nacional de las Artes), 1964; A pesar de todo (Premio Hoy en la Cultura), 1965; Cal y sombra, 1966; Álbum de familia, 1970; Los procesos, 1981; Fernando, un perro de verdad, 1983; Esperando, Cartas a mi hijo, 1993; Antología de lo publicado (1964-1970), 1993; La mandrágora alucinada, 2000; La vera historia del Bero (en colaboración con Pedro D’Alessandro), 2001; Un país para el olvido (al sur del purgatorio), 2001; Los desastres de la guerra, 2005.
En el 2009 FaubourgBuenosAires ya había rendido un pequeño homenaje al tano.


Agradecimientos a Claudio Acosta (imagen) y a Mario Paoletti